“Ninguna sociedad puede ser próspera ni feliz si la mayor parte de sus miembros son pobres y miserables”,
Adam Smith (1723-1790), economista y filósofo escocés, padre de la economía clásica.
Se acaba de aprobar en España la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE). Una vez leído el texto, algunos, escépticos de nacimiento, necesitamos preguntarnos respecto a qué criterio se valora dicha calidad. Y, más importante aún, a qué «lógica» responde dicho criterio y, finalmente, a qué mundo nos lleva esa lógica.
La mención, en la exposición de motivos, de conceptos, ya simbólicos, como «igualdad» y «justicia social«, no puede disimular la preocupante escora a la que es sometido el sistema educativo con este nuevo golpe de timón. La prioridad de expresiones como «la educación [como] principal instrumento de movilidad social«, «superar barreras económicas y sociales«, «competir con éxito en el ámbito del panorama internacional«, «abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por un futuro mejor» o, como corolario, «La lógica de esta reforma se basa en la evolución hacia un sistema capaz de encauzar a los estudiantes hacia las trayectorias más adecuadas a sus capacidades, de forma que puedan hacer realidad sus aspiraciones y se conviertan en rutas que faciliten la empleabilidad y estimulen el espíritu emprendedor […]», hacen patente ese sesgo economicista con el que esta ley aleja a la educación, aún más, de su idealizada versión humanista. Ley promulgada en coherencia ideológica con otras leyes que nos llevan a un mundo en el que la economía pasa de ser un medio al servicio de la sociedad -una herramienta que administra los recursos con eficiencia y equidad-, a convertirse en un fin perverso: la optimización de los beneficios de un muy restringido sector de la población para el que la sociedad pasa a ser una herramienta a su servicio, como demuestra, incontestablemente, la forma en que, desde el poder político y, sobre todo, fáctico, se dispone el acceso de la población a los recursos y se recortan derechos sociales básicos.
Los alumnos, víctimas de esta «lógica», son pastoreados a un mercado de trabajo degradado y degradante en el que los supuestos talentos que la ley se propone hacer florecer durante la infancia y la adolescencia se subastan a la baja –trabajar más por menos– para mayor lucro de quienes jamás aceptarían el mismo trato para sus hijos y nietos.
Esta deriva economicista de la educación nos sigue empujando, bruscamente ahora, a una lucha individual por la supervivencia, es decir, al egoísmo y, por tanto a una fragmentación social que propicia, como estamos viendo, el abuso institucional por un lado y una polarización social, por otro, que ya nos está convirtiendo en una sociedad de castas en la que habrá reválidas incluso para pasar directamente de los centros formativos a engrosar el colectivo de los «excluídos». Conviene poner en evidencia, por otra parte, el hecho de que los «puestos de trabajo de alta cualificación» con que la ley promete premiar a los «buenos alumnos», además de ser para unos pocos, se alcanzan antes por contactos, nepotismo, afinidad, etc. que por competencia profesional; de hecho, es una de las principales razones de existencia de las escuelas elitistas.
Sin negar la utilidad de la competitividad como motor de avance en muchas facetas humanas, creemos, fundadamente, que si se insiste en potenciar esa cualidad, por oposición a la cooperación por ejemplo, es por las razones expuestas anteriormente: porque el egoísmo exacerbado es una contribución decisiva al desgarramiento del tejido social. Tejido imprescindible para la acción colectiva en defensa de los intereses de la mayoría en una evolución continua hacia esos ideales, que ahora parecen alejarse, de equidad, justicia social y libertad (real, y no aparente como la actual). Es, por tanto, una acción estratégica que tiene como objetivo consolidar, en contra del interés general, un contexto social fuertemente clasista en el que los abusos y la corrupción acaban doblegando a los derechos ciudadanos.
Esa «lógica» de la que habla la ley responde, pues, a unos intereses de grupo, a una realidad muy restringida que se nos hace pasar por absoluta e inevitable. Sin embargo, la realidad no es única, ni inevitable, dado que no todo el mundo la percibe de la misma forma; en los casos extremos, lo que a unos les parece razonable a otros les puede parecer una aberración. Lo podemos comprobar con cada ley que se aprueba.
Desde la psicología podríamos explicarlo, muy resumidamente, por supuesto, diciendo que los humanos tenemos un amplio repertorio de esquemas con los que explicar lo que nos rodea. Podemos conceptualizar dichos esquemas a diferentes niveles, aunque para el ámbito de análisis que nos ocupa ahora recurriremos a lo que llamamos «estilos cognitivos«, que son los diferentes patrones de procesamiento de información con los que podríamos categorizar al conjunto de la población. Los estilos cognitivos, como otras cualidades, vienen determinados por la interacción de factores genéticos, epigenéticos y ambientales (para este caso: la disponibilidad de recursos, la cultura y, como parte intrínseca de ésta, la educación, entre otros).
Digamos ahora que hay un estilo cognitivo, relacionado con las estrategias de supervivencia y cuyos polos serían el egoísmo (la supervivencia individual como prioridad) y la cooperación (la supervivencia colectiva como prioridad). Y entre ambos extremos, muchos grados. Como ejemplos intermedios: el de aquellos que plantean que la suma de luchas individuales por la supervivencia lleva, necesariamente, a la supervivencia colectiva (en una simplificación obsoleta de la «Mano Invisible» y otras premisas de Adam Smith, que ignoran los costes y las condiciones de supervivencia); o el de aquellos otros que no entienden la supervivencia individual sin la supervivencia digna de los demás, pero con diferentes niveles de inclusión para eso que llaman «los demás» y que puede ir desde el conjunto de los seres vivos hasta su comunidad de vecinos.
Parece claro que uno de los factores psicológicos más determinantes a la hora de establecer la posición relativa que tenemos respecto a estos extremos es la empatía, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y conectar emocionalmente con sus sentimientos. Particularmente, padecer con el sufrimiento ajeno; a diferencia de los psicópatas, que no padecen en absoluto. Así, dependiendo de la posición relativa que ocupemos respecto a esos extremos, los diferentes modelos educativos o los argumentos de esta ley, nos parecerán más o menos razonables.
Sin embargo, conviene hacer énfasis en las evidencias frente a esos prejuicios tan difíciles de desintegrar, según Einstein. A la hora de contrastar las estrategias egoístas y las cooperativas, la ciencia, particularmente la biología, la psicología e incluso la matemática (Teoría de Juegos), apuntan claramente a que es la cooperación la que genera más beneficios y menos perjuicios colectivos a medio y largo plazo: es la estrategia que ha de salvarnos como especie. Si seguimos creyendo, ingenuamente, que los gobiernos han de buscar el bienestar de todos y no favorecer los intereses de algunos grupos en detrimento de los de otros, especialmente si estos otros son la inmensa mayoría, los resultados en los últimos años no pueden ser peores. Bueno sí, pueden ser peores a medida que se apliquen medidas que se declaran excepcionales para reparar daños causados por los mismos que toman las decisiones -el poder fáctico- y que, no por casualidad, no se verán afectadas por ellas.
Las expuestas hasta ahora son razones más que suficientes para justificar las premisas sobre las que se asienta el planteamiento pedagógico del Colegio Andolina: dejar que los niños aprendan la vida a su ritmo, acompañándolos, con los mejores recursos disponibles, en su exploración del mundo, haciéndoles partícipes en la toma de decisiones, fomentando la libre expresión de opiniones y emociones, favoreciendo el trabajo en equipo frente a la competición.
En los recurrentes debates sobre los diferentes modelos educativos, aquellos que recelan de nuestra propuesta por ingenua y apelan a que “la realidad es la que es” y que debemos enseñar a nuestros niños a adaptarse a ella, pasan por alto hechos cruciales, a saber:
- La realidad que utilizamos como argumento no «es la que es», es la que percibimos; y como sabemos, las percepciones pueden diferir mucho.
- La realidad o, por concretar, el contexto en el que vivimos, es construido en buena parte por aquellos que deciden intervenir en él, generalmente a espaldas de los que no intervienen y la aceptan como inexorable y se adaptan sin más.
- La esencial diferencia, a la hora de promover la transformación positiva de la realidad, entre modelos educativos que «conducen» a metas ajenas, es decir, a las del sistema (mano de obra de diferentes cualificaciones ¿para la realización profesional o para una subsistencia resignada?) y aquellos modelos que acompañan en la persecución de metas propias (autorrealización), entre modelos que exigen obediencia y los que fomentan la crítica y la participación en la toma de decisiones, entre modelos competitivos que azuzan a la caza de recompensas externas y modelos cooperativos en los que la recompensa es la convivencia y el trabajo en equipo.
En última instancia, la deriva egoísta y economicista no hace sino hundirnos más en la plutocracia en la que ya estamos inmersos, mientras que los modelos cooperativos pretenden facilitar el apoyo mutuo para salir a flote y llegar a tierra firme donde construir una democracia sólida, es decir, donde todos puedan decidir qué vida, entre las posibles, quieren.
Pero a pesar de las supuestas buenas intenciones que nos inspiran, no tenemos inconveniente en reconocer que el nuestro no es el camino; es un camino entre muchos. Y podemos dejarnos arrastrar por cualquiera de ellos o elegir aplicando una combinación de intuición, escepticismo, ignorancia, conocimiento y rebeldía. Aquí, a cobijo de los carbayos del Jardín Botánico Atlántico de Gijón, hemos elegido este.
Y, en un alarde presuntuoso, proponemos una versión “empática” de la cita de Adam Smith con la que hemos abierto esta entrada:
“Ninguna sociedad puede ser próspera ni feliz si parte de sus miembros son pobres y miserables”.
¡Feliz Navidad!, a pesar de todo.
PD: se suponía que en esta serie de artículos íbamos a compartir extractos del dossier que presentamos al I Premio a la Educación Claudio Naranjo. Si lo hiciéramos en este caso, esta entrada hubiera sido excesivamente larga a menos que este texto hubiera sido mucho más corto. Pero el Sr. Wert no se merece menos atenciones de las que le hemos dispensado hoy aquí. Sirva esta entrada de introducción para las próximas, en las que, citando a Claudio Naranjo, profundizaremos en esta crítica.
El tema da para mucho y personalmente creo que el error es no educar o enseñar en la diferencia, en la heteregenoidad, respetar a los demás en eso que son mejores y en prescindir de prejuicios y complejos de inferioridad. Hacer valer las capacidades o talentos de cada uno en el conjunto, el resultado será mejor para todos. Nadie es prescindible y todos son importantes.
La educación deve ser adaptativa, personalizada y no una carrera de vallas, cuantas mas saltes mas avanzarás.
Gracias por tu comentario, Olga. No hubiera estado mal que aplicaran ese criterio en la ley pero, con el pretexto de la crisis, las cosas van a ir en sentido contrario: menos recursos, menos atención a la diversidad, a las necesidades especiales, por un lado, y uniformidad para optimizar recursos escasos, por otro, es decir, homogeneidad. Tenemos carrera de vallas para rato. En fin.
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