Es una alegría vivir en una sociedad formada e informada, crítica y colaborativa, empática, respetuosa y comprometida, que se implica, por tanto, en los procesos de toma de decisiones que afectan a la vida de todos. Es decir, una sociedad con una amplia cultura democrática.
Pero aquí, en España, no solo no vivimos en esa sociedad utópica, sino que estamos aún bastante lejos. ¿Por qué?. No es porque no nos eduquen para ello; no lo hacen, de hecho: a estas cualidades no se llega por la instrucción, sino por la experiencia, además de otros factores. Y el contexto en que vivimos está lejos de facilitar esa experiencia:
- un país en el que se sabotea la biológica necesidad de vinculación al separar prematuramente a las crías humanas de sus familias -los primeros desgarros en el tejido social-
- para institucionalizarlas en un sistema de enseñanza obsoleto y alienante que hace prevalecer a la autorrealización los procesos de adiestramiento por los que los alumnos se convierten en mercancia laboral “low cost”
- para acabar, efectivamente, luchando por la supervivencia en un mercado laboral deliberadamente hostil y degradado.
Ese es el plan de control social que hace que, en vez de progresar a la par que el conocimiento, estemos retrocediendo en calidad de vida a pesar de que vivimos en mundo con recursos suficientes. Un contexto en el que se dificulta el desarrollo de la empatía y la cooperación y, consecuentemente, produce un efecto de retroalimentación que puede abocar al sistema al colapso.
Este deterioro moral -entendida la moral como Bien Común-, acelerado por la crisis, está llevando cada vez más gente a buscar explicaciones veraces y comprensibles que den una réplica ética al inverosímil discurso oficial de los ciclos macroeconómicos y demás falacias. El oscuro horizonte que se vislumbra, no ya para nuestros hijos, sino para nosotros, que estamos sometidos a la continua presión de un futuro incierto, nos obliga, moralmente, a buscar la forma de cambiar este orden de cosas. Y la clave no está en medidas políticas que intenten parchear una balsa que se hunde; eso la seguiría manteniendo precariamente a flote. La clave está en la educación. Una educación emancipadora y respetuosa con el individuo, la comunidad y el entorno que los sustenta. Cambiar la educación para cambiar el mundo.
Sin embargo, parece que algo está cambiando. Hace un mes y medio que celebramos en Gijón las III Jornadas Andolina: un espacio de intercambio de experiencias e inquietudes de familias y educadores de todo el país. Unos días emotivos e inspiradores que nos hacen renovar la ilusión por una educación diferente a la convencional; actualizada por los conocimientos que nos proporciona la ciencia, que no hace sino avalar lo que nos sugiere el instinto: acompañar a los niños en la búsqueda de conocimiento relevante, respetando sus inquietudes, emociones y ritmos. Todo ello en un espacio de convivencia y aprendizaje que permita a la infancia desarrollar la curiosidad, la creatividad, el compromiso, los vínculos, el espíritu crítico y colaborativo, todo aquello que forma parte de nuestra naturaleza social y que se va quedando por el camino, lleno de obstáculos arbitrarios, de una enseñanza formal anacrónica.
Por otra parte, desde que comenzó este ciclo regresivo han surgido ciertas señales en la esfera pública que nos permiten albergar cierta esperanza en la recuperación del Sentido Común que se empezó a perder a partir del Renacimiento, cuando la felicidad pasó de relacionarse con la virtud y los vínculos -la comunidad-, a hacerlo con la posesión de bienes materiales. Tal vez hemos tocado fondo y estemos dispuestos ya a rechazar los abusos que se nos infligen con pretexto de una crisis fraudulenta y empecemos, una vez más, a construir nuestro destino colectivamente. Será difícil superar este reto si no cambia el paradigma educativo. Podríamos empezar por redefinir el debate de los modelos educativos. Tal vez en la próxima reflexión, con los calores veraniegos. Hasta entonces…
La educación es el alimento del espíritu