Pero qué monos son mis hijos, y no me refiero a su aspecto físico -aunque también, pero eso ya es una apreciación subjetiva con cierto sesgo ;-D – sino a su capacidad para trepar desde que tienen uso autónomo de extremidades. Si mi madre los viera subidos al nogal de casa pondría el grito mucho más arriba: en el cielo. La verdad es que asusta un poco pero, a estas alturas, los dejamos trepar, aunque “asistidos” casi siempre.
Y es que como en tantas otras conductas, lo que hemos aprendido, lo que nos han enseñado respecto a la protección de las crías, podría tener, al menos en parte, el efecto contrario al que buscamos, que es evitarles daños. El problema es que no sólo hay daños físicos -tendemos a pasar por alto los que no se ven, los psicológicos-, y evitar daños menores en la primera infancia podría facilitar daños mayores en el futuro. No podemos, ni es conveniente, intentar evitar todas las lesiones; debemos prestar atención, eso sí, a aquello que pueda provocar lesiones graves. Veamos por qué.
Si de los errores se aprende, en el desarrollo psicomotor, los errores implican daños (caídas, magulladuras y sí, excepcionalmente, alguna fractura) y estos sirven para ir afinando y valorar mejor riesgos futuros; forma parte de un aprendizaje experiencial. Ese interés instintivo que tienen los niños por correr, saltar y trepar más de lo que nos gustaría cuando son pequeños es, como en otras facetas del juego, una dinámica de aprendizaje: el conocimiento del propio cuerpo, del entorno, y las posibles interacciones entre ambos. Con esas actividades físicas de “riesgo” ponen a prueba su destreza e intentan superarse, evolucionar, y todo ello lo hacen valorando los peligros hasta donde son capaces; no son suicidas (desde bebés ya empiezan a discriminar los “abismos” y los evitan). Cierto es que, como nos pasa a todos, a veces no calculan bien. Es en esos casos cuando viene bien tener una red de seguridad: un acompañante que esté al tanto, cuando son pequeños, de sus movimientos en zonas “comprometidas”; en situaciones más cotidianas se caerán y aprenderán con ello. Es decir, la solución no es la tradicional prohibición de “subirse” a las cosas, sin más, porque estaríamos interfiriendo en su desarrollo psicológico y menguando, entre otras habilidades, sus destrezas físicas, con lo que el riesgo aparecería más tarde en cualquier otra actividad física que, necesariamente, querrán hacer y en las que no estaremos presentes para sujetarlos.
Entonces, ¿nuestra preocupación por la integridad física de nuestros pequeños podría afectar a su desarrollo psicomotor y, por tanto, a su futura destreza y seguridad?. En determinadas situaciones, bastante cotidianas por cierto, sí. Seguro que a la mayoría de los que estáis leyendo esto no os acompañaban al colegio, ¿me equivoco?. Y seguro que desde bastante pequeños andabais solos por la calle y os subíais a un montón de sitios que ahora os parecen, pensando en vuestros hijos (si los tenéis), una locura.
Y, ¿cómo hemos llegado a este nivel de preocupación y sobreprotección?. El profesor Frank Furedi de la Universidad de Kent lo llama “paranoia paternal”. “Según la hipótesis de Furedi, la imagen del niño se ha transformado enormemente a lo largo del último siglo. Antaño los niños se consideraban robustos y fuertes; el riesgo era positivo. En la actualidad creemos que son frágiles; que se los debe proteger desde un principio ante cualquier daño psicológico [previsible] y físico. Existe un extenso mercado de consejeros y asesores que se aprovechan de los padres inseguros, fenómeno que alimenta más el temor”.
Entre los factores que contribuyen a este cambio de percepción se encuentran:
– un mayor acceso a la información (noticias) unido a la repercusión de los sucesos desagradables, especialmente cuando de niños se trata. Dicho de otro modo: el morbo y nuestro natural procesamiento semi-automático de la información, que nos evita hacer costosos análisis exhaustivos de cada situación y, en este caso, hacer una valoración estadística que nos permita comprender, en su justa medida, la baja probabilidad de los accidentes infantiles graves y otras horrores como secuestros, etc.
– la edad de los padres, que ha aumentado significativamente en el último siglo y, con ella, la forma de percibir la realidad. Con la edad, tal vez por el natural declive físico y cognitivo, tendemos a ser más conservadores (¿también ideológicamente? 😉 y, por tanto, a percibir más situaciones de riesgo que cuando somos más jóvenes.
Pero no sólo se trata de las interferencias que la sobreprotección puede tener en las habilidades físicas; también en las intelectuales. Así, metaanálisis de investigaciones que estudiaban la relación entre movimiento y cognición concluyeron que existe correlación positiva entre la actividad física y la inteligencia y la creatividad (F. Trudeau, U. Quebec, 2008). Y aún hay más; el entorno en el que se desarrolla el juego también influye: los entornos naturales favorecen aún más dicha correlación, pues a la actividad física se une el componente de “aventura-descubrimiento-reto” que suelen ofrecer estos espacios más complejos e imprevisibles (árboles, rocas, agua, etc.). Un mecanismo clave, ligado al juego-descubrimiento-aprendizaje, podría ser una mayor liberación de dopamina en estos contextos (juego en la Naturaleza). La dopamina es un neurotransmisor del Sistema Nervioso Central que interviene en numerosas funciones de las que interesa destacar las de memoria, atención, resolución de problemas, motivación (refuerzo de actividades adaptativas) y socialización. Es decir, el cerebro recompensa la actividad en la Naturaleza (conocéis bien la sensación, a que sí…) y ese proceso, a su vez, interactúa con el desarrollo cognitivo: jugar-descubrir-aprender es adaptativo (más en la Naturaleza), es decir, favorece la supervivencia de la especie y se manifiesta en esos efectos beneficiosos. Así lo intuyeron pensadores como Rousseau y Thoreau y educadores como Giner de los Ríos y Rosa Sensat al promover el aprendizaje fuera de las aulas, en contacto con el medio.
Por otra parte, y por si no eran argumentos suficientes, las continuas llamadas de atención acerca de los “peligros” que acechan a los niños por doquier influyen, a su vez, en la percepción que estos van a tener del mundo, elevando su nivel de ansiedad ante cada nuevo reto que se encuentren en la vida. Hasta el punto de generar “efectos paradójicos”: evitarles todo peligro puede convertir su vida posterior en un peligro. Primero, porque no aprenden a valorar los riesgos por sí mismos y, consecuentemente, desactivamos el efecto antifóbico que tiene el “juego arriesgado”: por ejemplo, el miedo a las alturas se reduce trepando por iniciativa propia y, por contra, se refuerza asustándolos, aunque también forzándolos a hacerlo. Y donde dice “alturas” podéis poner otras actividades propias de la infancia (claro; no hablamos de jugar con un bisturí, con una plancha encendida o de asomarse a una ventana).
Por tanto, tampoco es conveniente empujarlos a subir a los árboles o a hacer equilibrios sobre una barra. Lo importante es dejarlos explorar el medio y acompañarlos en sus inquietudes, a unos les dará por trepar, a otros por cavar, construir o hacer ramos de flores…
Tal y como reza un principio esencial de Andolina, el aprendizaje genuino surge de satisfacer las propias inquietudes al ritmo al que aparecen, sin reprimirlas ni imponerlas. Así que no nos andemos por las ramas (o sí): si los niños quieren trepar, acompañémoslos cuando son pequeños, seamos su inicial red de seguridad en las situaciones mas audaces y dejemos que aprendan a valorar el riesgo de sus movimientos, de forma autónoma, porque así estaremos contribuyendo a su pleno desarrollo.
«Nada hay en el niño más que su cuerpo como expresión de su psiquismo», Henri Wallon (psicólogo francés, 1879-1962).
Referencias:
- Desarrollo. Derecho al rasguño, V. Ahne en Mente y Cerebro, nº59 – 2013, págs. 10-15.
- Relationship between parents’ beliefs and their responses to children’s risk-taking behaviour during outdoor play. H. Little en Journal of Early Childhood Research, vol. 8, págs. 315-330, 2010.
- Children’s risky play from an evolutionary perspective: The anti-phobic effects of thrilling experiences. E. Sandseter y L. Kennair en Evolutionary Psychology, vol. 9, págs. 257-284, 2011
Ay, los niños y las niñas…esos pequeños y grandes maestros. Totalmente deacuerdo con lo vertido aqui, pero a mi me llega mas la pregunta o planteamiento del adulto presente en esas ramas, en como habrá sido su infancia, en hasta que punto se le habra permitido trepar, explorar…y hasta que punto ese niño interior que convive en su interior esta dispuesto a soltar al que cuida fuera…Que importante en la presencia en estos aprendizajes..Gracias por hacerme reflexionar. un abrazo
Interesantísimo artículo, muchas gracias.