¿Quién se anima a procrear?”, es el título de un artículo publicado en El País el pasado 22 de junio. Entre otras cosas, alerta de que la natalidad ha caído casi 13 puntos desde el inicio de la crisis: “Tener descendencia requiere un mínimo de fe en el futuro, […]. ¿Cómo traer hijos al mundo si quienes han de hacerlo, los jóvenes, no tienen trabajo y los que lo tienen pueden perderlo en cualquier momento?”.

    ¿Qué sociedad es esta que nos lleva a actuar en contra de nuestro principal mandato biológico? (la supervivencia de la especie). Cierto es también que contamos con mecanismos que nos permiten evaluar las condiciones ambientales y adaptarnos a la disponibilidad de recursos. Pero, ¿es que hay escasez de recursos?; sabemos que no, es que este modelo socioeconómico, el de los países que se llaman a sí mismos “avanzados”, distribuye los recursos de una forma aberrante. Así, no ya en el mundo -con miseria y hambre crónica para más de mil millones de personas-, sino en nuestro entorno, puede haber a tu lado familias pasando hambre mientras que a tu otro lado haya otras que “naden en la ambulancia”, como decía un tal Pazos. Y es que esta forma de distribuir los recursos no es casual; no vamos a tratar aquí sus propósitos pero sí alguna de sus consecuencias. El estrangulamiento del acceso a los recursos (mediante el dinero, los precios, los salarios, las deudas, etc.) supone, entre otras cosas, importantes cambios en los modelos de convivencia: por un lado nos bombardean desde la más tierna infancia con las bondades de los bienes materiales (una redundancia interesada 😉 , y por otro, cada vez debemos emplear más tiempo trabajando para adquirirlos (¿acaso quedan familias de “clase media” en las que sólo trabaje uno de los progenitores?, y lo de que “hay que trabajar más por menos” qué…). El tiempo que pretenden que empleemos en conseguir dinero para adquirir “bienes”, es tiempo que le quitamos a la convivencia, en general, y a nuestros hijos, en particular. Y, como hemos venido contando en esta serie de artículos, la drástica reducción del tiempo con los hijos -¡que necesitemos guarderías para bebés!- afecta a su desarrollo psicológico, a cómo se perciben a sí mismos (autoestima), a cómo perciben el mundo y las relaciones (los vínculos, la empatía), etc. Como recordatorio os remito a una página en la que diferentes expertos explican las razones por las que reclaman “Más tiempo con los hijos”, y cuya foto de portada es el “Elogio del Horizonte” de Chillida aquí, en Gijón. Tal vez porque, con este y otros temas que nos conciernen gravemente, hemos dejado de mirar al horizonte, cada vez más incierto, dada la pertinaz invitación a que nos miremos el ombligo (a ser posible, depilado) mientras intentamos sobrevivir a cada día. Parten de un Manifiesto que empieza así:

DOS AÑOS DE MATERNIDAD/PATERNIDAD GARANTIZADOS POR LOS PODERES PÚBLICOS

Desde hace más de un siglo se conoce la gran importancia que supone para toda la vida del niño y del futuro adulto disponer a su lado, desde el nacimiento y durante los primeros años de la vida, de una o dos figuras de vinculación suficientemente próximas y suficientemente estables en el tiempo. Con los conocimientos científicos actuales resulta evidente que, antes de los tres-cuatro años, es mejor evitar la institucionalización de los bebés y de los niños, si no existen graves motivos para ello. Estas afirmaciones están basadas en:  […] “.

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    Nuestra cultura está infestada de mensajes, interesados, en mi opinión, que nos indican qué es lo moderno, lo bueno, y qué es un retroceso, lo desfasado, etc. Pero cuando ponemos en práctica algunas de estas recomendaciones hay algo que chirría, que “duele”, que exige un esfuerzo desconcertante, tal vez porque nos están pidiendo algo que nuestro cuerpo no nos pide (¿recordáis la disonancia cognitiva?). La forma en que nos han criado, la cultura que hemos mamado (en casa y fuera de ella), van a determinar la forma en que percibimos el mundo y nuestras prioridades; nuestra perspectiva. Y, en función de unas u otras perspectivas, habrá quien se entregue gustosamente a todas las “modernidades” pagando los peajes correspondientes y habrá quien, “escuchando” a su cuerpo, se resista, aunque sólo sea a algunas. En la entrada anterior de esta serie pusimos como ejemplo de esta diversidad de perspectivas un artículo que criticaba a otro artículo sobre la crianza con apego: amamantar a los hijos es un retroceso para las mujeres, puesto que la tecnología hace tiempo que nos permite “superar” nuestra condición de mamíferos y liberar así a la mujer de la tiranía de los hijos.

    Hay cristales, con los que mirar la realidad, para todos los gustos. En esta ocasión os traigo el de una amiga, otra filósofa, Carolina del Olmo, que en breve publicará un libro sobre crianza y que me ha permitido extractar sus notas para una charla titulada “Radicalizar los cuidados”. Gracias Carolina 😉

    “Radicalizar los cuidados es, para mí, situarlos en el centro mismo de todas las cosas. En el centro de nuestras vidas, por supuesto; en el centro de la organización social también, pues para que de verdad puedan ocupar el centro de nuestras vidas es imprescindible que ocupen el centro de la organización social; y también en el centro de las reflexiones éticas o políticas, para que no andemos tan perdidos cuando intentamos entender las cosas.

[…]

Crisis de cuidados, causas. Lo que sí ha sido fruto de un proceso
histórico rastreable ha sido la especial relegación en la que se encuentran
hoy. Todos sabemos más o menos cómo han llegado a ocupar ese lugar tan
despreciable y falto de visibilidad que ocupan en nuestra sociedad. Y
también sabemos que nunca como aquí y ahora han estado tan en crisis. En
efecto, mientras las mujeres se hicieron cargo, el trabajo de cuidados era
algo despreciable e invisible, pero se hacía y se hacía bien. Hasta que la
confluencia de diversas fuerzas y procesos, desde el movimiento de mujeres
hasta las presiones capitalistas para incorporar carne fresca a la máquina
productiva, imposibilitaron de hecho que las mujeres siguiéramos
ocupándonos de sostener la vida como lo habíamos hecho (además de
volverlo un destino cada vez menos deseable, por supuesto). Y de pronto, el
cuidado –el de los niños, el de los mayores, el de los enfermos, es decir, el
cuidado de los más vulnerables por un motivo u otro, pero también el
cuidado del varón blanco adulto que va cada día al trabajo y el cuidado de
sí, sea quien sea este “sí”–, hicieron por fin su aparición y aparecieron como
problema. La historia es bien sabida.
 
También es bien sabido cómo nuestra organización social (y muchas veces
nosotros mismos) se empeña (nos empeñamos) en seguir ciega ante la
evidencia, y cómo se multiplican los parches con los que se evita afrontar el
tema y con los que, mal que bien, se va arrastrando la situación: escuelas
infantiles desde edades muy tempranas y con horarios extensos,
residencias de ancianos, cuidado profesionalizado para ciertas
vulnerabilidades y, sobre todo, dos puntales básicos: un contingente en
apariencia inagotable de trabajadores domésticos venidos de la periferia del sistema al mundo capitalista para desempeñar por nosotros y a bajo precio el
trabajo más importante del mundo, y un sinfín de familias
–fundamentalmente mujeres– que hacen más de lo que humanamente cabe
pedir a nadie para sostener las vidas de quienes les rodean, muchas veces a
costa de su propia salud, haciendo malabares con situaciones imposibles: la
famosa conciliación…

[…]

Viaje hacia dentro. Dado que la vulnerabilidad y la dependencia son
esenciales al ser humano, y no algo que les pasa a los demás, tendremos
que entender que es tarea de todos cuidar, y que hay que repartir el
cuidado por todo el cuerpo social. Si cuidar no es cosa de mujeres no es
porque no sea asunto nuestro, sino porque es asunto de todos y todas.
Todas las personas tendrían que poder cuidar de sus hijos, de sus mayores,
de sus amigos y de sí mismos. Cuidar es un derecho que en esta sociedad
se nos niega. Pero es también una obligación moral: la intrínseca
dependencia que nos constituye hace que sea una obligación dictada por la
reciprocidad. Si estamos aquí discutiendo de esto es que alguien ha cuidado
de nosotras. Y la reciprocidad por fuerza ha de ser la norma básica sobre la
que se estructure una sociedad compuesta por individuos dependientes y
vulnerables. Cuidar es cosa de todos porque todos necesitamos cuidado. Y
vivir de espaldas al cuidado –vivir creyendo esa fantasía ridícula de que somos seres fuertes, independientes y autónomos– nos hace peores personas.
 
Hace tiempo leí a alguna feminista decir que, por fin, en nuestra sociedad,
para ser una mujer completa no hacía falta ser madre y que eso era una
buena noticia. Yo no estoy tan de acuerdo. Creo que para ser una persona
completa –mujer, hombre o lo que sea–, sí hace falta ser madre, siempre
que entendamos que ser madre no equivale a ser madre biológica, ni
tampoco a cuidar de un bebé o un niño. A lo mejor incluso no hace falta
cuidar de nadie, y basta con saber intelectualmente que el cuidado es la
base de nuestras vidas y estar dispuesto a cuidar cuando se presente la
ocasión. A mí, desde luego, me ha hecho falta tener un hijo para enterarme
de verdad, para entenderlo del todo. Pero seguro que hay gente a la que no
le hace falta.
 
La ventaja de los hijos es que su cuidado, además de un derecho y una
obligación para los padres, es fuente también de grandes placeres. Por
supuesto, la crianza también es fuente de agobios, conflictos, dolores…
Algunos intrínsecos a la maternidad, otros impuestos por esta organización
social y sus ritmos y prioridades completamente ajenos a la realidad del
cuidado. Pero en la medida en que es –al menos en parte– un cuidado
placentero, se presenta –al menos en potencia– como un excelente
“abreojos”, una atalaya privilegiada desde la que poder contemplar con otro
punto de vista lo que de verdad importa.

Viaje hacia fuera. Ahora bien, esa profundización en nuestras raíces que
entraña la radicalización de los cuidados, y que nos revela como seres
esencialmente vulnerables y dependientes, tiene obligatoriamente que ser,
como decía antes, también un viaje al centro, a lo más visible, tiene que
estallar en medio mismo de nuestras ciudades, nuestros parlamentos,
nuestra economía…  La opción del cuidado no puede ser una opción
individual.
 
Partamos, por ejemplo, de la premisa, bastante justa, de que nadie debería
limpiar por dinero o por encontrarse en una situación de inferioridad el WC
de otro; luego todo el mundo debería limpiar su propio WC. Pero eso no
significa que una persona que trabaja 50 horas a la semana y además tiene
responsabilidades de cuidado (hijos, mayores…) deba detraer de su escaso
tiempo de descanso y ocio el tiempo necesario para limpiar su WC y sea
culpable si contrata a alguien para que lo haga por ella. No, lo que significa
es que nadie debería trabajar 50 horas, ni 40, ni 30.

No podemos pedir que el horario y el calendario escolar se alarguen para
que cuidar de los hijos deje de ser una tarea prácticamente imposible para
las personas que trabajan. Pero tampoco podemos decir que seremos
nosotras quienes cuidaremos de nuestros hijos y punto. Es innegable que
los trabajadores con hijos a su cargo necesitan horarios y calendarios
escolares más extensos, pero lo que de verdad necesitan es trabajar la
mitad. Es decir, de lo que se trata es de impedir socialmente que los trabajadores con hijos a su cargo necesiten horarios y calendarios escolares más extensos.

[…]”.

    De la mano de estas reflexiones de Carolina del Olmo, y un par de anécdotas sobre esa parte de la cultura que pretende servirnos de referencia sobre lo que es moderno, responsable y guay, llegaremos, por fin, a algunas conclusiones.

    Las anécdotas. Dos mujeres que, por su posición, se convierten en referencia para demasiada gente, mujeres y hombres. Todo depende de la perspectiva, ya sabéis:

En 2008, la Ministra de Defensa, en un acto de “responsabilidad”, después de dar a luz a su hijo, sólo disfrutó de 42 días de baja maternal (las seis semanas obligatorias) y se incorporó enseguida a su puesto, no sé si por temor a una insubordinación militar o por no sabotear su propia carrera.

Más recientemente, la actual Ministra de Sanidad, en una entrevista a no sé qué revista, respondió a la pregunta sobre cuál es para ella el mejor momento del día: “…por las mañanas, cuando veo cómo visten a mis hijos”. Guay no, ¡Superguay!  😯

Image              Ilustración: A cartoon a day

    Espero, después de tanta insistencia y reiteración de premisas, que estemos en condiciones de darle dimensiones verosímiles a la crianza de los hijos.

    Está claro que no es un problema de la mujer, de las madres, sino de todos, especialmente para los hijos, que son quienes se quedarán con las secuelas de una separación temprana. Es, por tanto, un problema social, y grave. Que madres y padres podamos cuidar a nuestros hijos hasta que estén “preparados” para separarse unas horas para ir, por ejemplo, al colegio, es una necesidad, no un “capricho naturalista”. La convivencia en grupo (familia, tribu) es, desde el nacimiento, la forma de relación propia de nuestra especie; necesaria, ya lo hemos comentado, para el desarrollo de nuestras crías. Pero en Occidente hace mucho que hemos dejado de vivir en tribus y, posteriormente, con la familia extensa. Incluso la familia nuclear se está disgregando: los hijos se separan cada vez más temprano de sus padres (hablamos de guardería para los bebés, no de la emancipación adulta, paradójicamente cada vez más tardía: queremos bebés independientes y conseguimos adultos dependientes). El debilitamiento del tejido social, en pro de la conquista del individualismo liberador publicitado por las sociedades occidentales, se ha revelado como una fuente de vulnerabilidad psicológica: el ser humano, como especie social que es, necesita un entorno eminentemente social y afectivo para un desarrollo neurológico/psicológico adecuado. Dicha vulnerabilidad psicológica, multiplicada a nivel colectivo, supone una eliminación de barreras frente a abusos de todo tipo, incluido el institucional. Aunque…, hablando de vulnerabilidad, tengamos en cuenta, además, que facilitar dicha convivencia (la “mágica” conciliación laboral y familiar) supondría un ahorro considerable en gastos sanitarios futuros. Y, lo más importante, tendríamos adultos más integrados y empáticos y, consecuentemente, una sociedad más estable, menos conflictiva, con más y mejores vínculos y, por tanto, más unida, colaborativa y reactiva frente a los abusos…            …eh, eh, un momento, qué pasa aquí; a ver si la occidental insistencia en el fomento de la confusión entre libertad individual e individualismo a ultranza está sirviendo de pretexto para deshacer vínculos y destejer así las redes sociales y conseguir una sociedad sumisa, egoísta, enfrentada… Cómo sino explicar que, desde hace años, estemos padeciendo, atenazados, un abuso institucional tan descarado: pocas veces en la historia una generación va a tener unas condiciones de vida peores que las de sus predecesoras sin que medie un conflicto bélico o una catástrofe natural. Asistimos, atónitos y con una resignación enfermiza, a una espiral de escándalos de corrupción sin precedentes, y la vida sigue, como si tal cosa, pero peor.

    Reflexión para el verano: ¿hay alguna relación entre unas cosas (tipo de crianza) y otras (tipo de sociedad)?

    Si nos dividen, vencerán.

    Buen verano…