La pasada semana se desarrolló en el colegio una prueba de carga que consistió en poner una piscina en la terraza durante tres días para conocer la resistencia del techo del nuevo gimnasio.prueba de carga

La prueba salió bien y las obras pueden seguir su curso. Pero este post va dedicado a la piscina en cuestión.

Imaginaos un soleado día de abril, después de sufrir cuatro meses de crudo invierno, con una temperatura de 22º y una preciosa piscina de plástico azul llena de agua transparente. Simplemente irresistible.

Los profes comentaron a los niños la situación con la naturalidad y la confianza que les caracteriza: “esto es solo una prueba para medir el peso que aguanta el techo”, “no podemos utilizar la piscina” y “solo va a estar aquí tres días”.

¿Quién iba a pensar que en un momento de descuido alguien intentaría darse un chapuzón? ¿Qué mente insegura imaginó que el agua se llenaría de ramas o piedras o vete tú a saber a ver si flota? ¿Quién sospechó que su hija metería el bañador a escondidas en la mochila? Sí, lo confieso, me declaro culpable.

¿Qué pasó?

…nada.

Ni un me quito el calcetín para probar si el agua está fría. Todo se desarrolló como un día normal. La piscina estuvo ahí el tiempo necesario, cumpliendo su tarea, como si no existiera.

Hechos así nos demuestran que muchas veces estamos a años luz de la capacidad de entendimiento y adaptación de nuestros hijos. Comprendieron y actuaron en consecuencia, sin un mal rollo, como si fuera lo más normal del mundo.

En realidad esto no ha sido una prueba de carga, ni una prueba para los niños y niñas del cole sino una prueba para nosotros, los adultos, que nos llenamos la cabeza con temores sobre el qué pasará. ¿Cuántos “qué pasará” más necesitamos?

Prueba de carga y prueba de confianza.

 

Imágen de (Lolita) 8