Fijémonos, por un momento, en la alimentación de nuetros hijos. Primero, tengamos en cuenta que la evolución nos ha dotado de un mecanismo neurofisiológico que nos hace elegir preferentemente, sobre todo cuando somos niños (también cuando no lo somos), alimentos que incrementen las garantías de supervivencia (energéticos y protéicos, es decir, dulces, grasos, sabrosos y albuminosos, p. ej.: la hamburguesa, que lo tiene todo) y rechazar aquellos que amenazan nuestra supervivencia (potencialmente indigestos, podridos o venenosos, es decir, ácidos y amargos, p. ej.: las verduras; «potencialmente» no quiere decir que lo sean ;-). Este mecanismo (gusto), que viene de cuando éramos cazadores-recolectores, se ha quedado fijado en nuestros genes y, como el resto del organismo, también evoluciona con la edad: los niños, al fijarse en la alimentación de otras personas (adultos de referencia, otros niños, etc.) van abriéndose, a partir de cierta edad, a sabores nuevos, incluídos aquellos que disparaban la alarma en etapas tempranas.
Qué pasaría si obligásemos a los niños todos los días, a las mismas horas, independientemente del hambre que tuvieran, a sentarse quietecitos a una mesa, a comer, en cantidades decididas por nosotros, alimentos que su organismo no le pide e incluso rechaza: pues que esos momentos en los que dar «gusto» (nunca mejor dicho) a nuestro/su organismo, satisfaciendo una necesidad básica, se convierten, no pocas veces, en una batalla (rechazo y rabietas, ellos / impotencia y frustración, nosotros). En casos peores, se puede acabar generando un rechazo a algunos alimentos, o grupos de alimentos, que puede perdurar en el tiempo con negativas consecuencias nutricionales en el futuro.
Es justo decir que el remedio a este problema no es dejarles comer lo que quieran, cuando quieran, como podría concluirse de los párrafos precedentes: no es tan fácil, pero tampoco tan complicado como nos han enseñado a nosotros. Además, ya no somos cazadores-recolectores; en el entorno actual, acumular reservas de energía disminuye la esperanza de vida. Ya hablaremos de ello otro día.
Lo que quería es que trasladásemos el problema de la alimentación a la educación (o «alimentación cultural»). Hagamos una analogía; tenemos una motivación innata por aprender: nuestro cerebro pide contínuamente información «relevante» porque eso aumenta las garantías supervivencia. Vamos a llamarlo, de momento, «curiosidad», y también evoluciona con la edad: en edades tempranas la forma «natural» de aprender es el juego. Luego, al observar a los adultos y a niños mayores, sus intereses van cambiando hacia lo que los mayores hacen, no sólo por imitación sino porque al ir madurando van entendiendo que necesitan nuevas destrezas y habilidades para sobrevivir.
Pero, qué pasaría si obligásemos a los niños todos los días, a las mismas horas, independientemente de sus inquietudes, a sentarse quietecitos a una mesa, a estudiar, en cantidades decididas por nosotros, conocimientos que su cerebro no le pide e incluso rechaza: pues que esos momentos en los que podrían aprender disfrutando, satisfaciendo su curiosidad, se convierten, no pocas veces, en una batalla (rechazo y desmotivación, ellos / impotencia y frustración, nosotros). En casos peores se puede acabar generando un rechazo a algunos conocimientos, o habilidades (a estudiar, sin ir más lejos), que puede perdurar en el tiempo con negativas consecuencias aptitudinales en el futuro.
En el intento, aparentemente bienintencionado, de ampliar cuanto antes las competencias de los pequeños, pero desatendiendo los procesos psicológicos propios de nuestra especie, la escuela convencional deja de ser un «vivero» en el que «desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.» (DRAE) para convertirse en una carrera de obstáculos (contenidos irrelevantes, deberes, exámenes, etc.) que va dejando a muchos niños por el camino al sabotear su innata motivación por aprender (fracaso escolar).
Porque, cómo es posible que en el s.XXI, con los conocimientos adquiridos sobre aprendizaje y psicología del desarrollo, y después de sucesivas reformas educativas, siga habiendo en España una escandalosa tasa de fracaso escolar. Otro día hablaremos, más detalladamente, de motivación y enseñanza.
Y por qué, pudiendo mejorar notablemente la enseñanza, no se hace. Por qué la escuela no ha evolucionado a la par que los conocimientos sobre aprendizaje, por qué ha cambiado tan poco desde que se concibió y por qué se concibió así…
A ver si el experto en creatividad y educación británico, Sir Ken Robinson, es capaz de ilustrarnos en menos de 12 minutos…
[youtube http://www.youtube.com/watch?v=AZ3JmuaUrxs&w=560&h=315]
Fe de erratas (de traducción) en el video: en el minuto 1’04» dice «alineando», en lugar de «alienando», que es uno de los principales problemas culturales que tiene nuestra sociedad. También hablaremos de ello; ¡cuántas cosas de que hablar! ;-D
PD: cómo me gustaría saber la opinión de Robinson acerca de la nueva reforma educativa que está preparando nuestro gobierno 😉
El problema del «cambio de paradigma» no es tanto el movimiento de cambio, que provoca constantes adhesiones y acuerdos, como la pregunta de cuál es el nuevo modelo. En sus estupendas charlas en TED, Ken Robinson apunta, al final de una de ellas, un modelo norteamericano como ejemplo, las escuelas Kipp. Estas escuelas son un ejemplo de integración e igualdad de oportunidades pero el modelo educativo a mi me parece una locura: «Work hard. Be nice», dice uno de sus lemas… Elegir Libertad como fundamento del aprendizaje es una opción radical y «peligrosa» para lo establecido. Creo que hasta para los amigos, como Robinson.
Un abrazo cordial, Andolina. Y viva el espacio de reflexión.
Interesante comentario. Muchas gracias.
En mi opinión, el cambio de paradigma es la expresión de un deseo, una ilusión que, tal vez, estimule a mentes inquietas. Pero veo muy difícil que el establishment busque nunca un nuevo modelo ya que, de acuerdo contigo, no se busca la libertad y, mucho menos, el espíritu crítico. En todo caso, modificarán el modelo establecido (las muy reveladoras reformas) atendiendo, invariablemente, a una premisa principal: consolidar el statu quo. Los diferentes «nuevos modelos» que van surgiendo aspiran a coexistir con el modelo dominante. Y todos ellos responden a las prioridades, más o menos explícitas, de los diferentes colectivos que conforman la sociedad.
En la tercera parte de esta trilogía («Qué queremos…») ahondaremos, precisamente, en los motivos e implicaciones de los diferentes modelos educativos: por qué queremos lo que queremos. Menudo charco…
Hasta entonces, un saludo.
[…] etc.. Ha cambiado tan poco, que nos lleva a cuestionar sus objetivos formales; como se expuso en la segunda parte de esta trilogía: el afán de acelerar (en educación infantil y primaria) la competitividad, para un lejano e […]