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El pasado curso, nuestro hijo mayor, que empezó su vida escolar con Andolina en 2011, alzó el vuelo desde este pequeño y amoroso cole, en busca de la siguiente fase: la tan temida Educación Secundaria.
Todos y todas conocemos las eternas preguntas que surgen en torno a este cambio de etapa
Y después, ¿qué?
¿Cómo se van a adaptar al sistema tradicional?
¿Cómo será su nivel de preparación académica?
En nuestro caso, al incorporarnos nos encontramos con muy buenas palabras y con planes escritos de acogida, de adaptación, pero lo cierto es que el día a día que viven los niños y niñas en la llegada a un centro nuevo es complicada. Se enfrentan de pronto a un lugar hostil, desconocido, con una población enorme, donde prima lo académico y no se pone demasiado tiempo en pararse a acompañar necesidades emocionales. En estas circunstancias, la adaptación exitosa básicamente depende de las propias habilidades del menor, de su personalidad, sus fortalezas y debilidades, además de otros aspectos que pueden ayudar más o menos.
Para nuestro hijo, sus primeros diez días fueron complicados; la adaptación le resultó angustiosa, produciéndole ansiedad y miedo. Sus expectativas eran muy elevadas, pues tenía muchas ganas de empezar la nueva etapa, pero había pensado que sería muy fácil. Aunque en su grupo de iguales él era “el nuevo”, esta situación ansiosa fue común a todo el grupo, porque el cambio es difícil vengas de donde vengas: de un cole diferente o de uno tradicional, solo o con tus amigos/as.
A pesar de la tormenta emocional que le supuso el encuentro con sus iguales, la parte académica fue la gran ayuda que tuvo (además de alguna profe que resultó un verdadero ángel de la guarda y supuso para él la cara amiga cuando se sentía desbordado).
Las primeras semanas, en casa estuvimos pendientes de su organización, apoyando en los deberes, y hablando mucho sobre las cosas importantes y las que no lo son tanto, desde nuestra perspectiva. A sus 11 años se encuentran con una situación que muchos adultos tendríamos problemas en afrontar; en cambio pueden con ello solos/as. Diez días fue el tiempo que llevó bajar las barreras y mirar lo que había alrededor con otros ojos, dejándose fluir para que los demás pudiesen acercarse también. Aparecieron los amigos y salir de casa por la mañana ya no era un suplicio.
¿Lo académico? Empiezo por el final… hemos terminado el curso con todo sobresalientes y un par de notables. ¿Podríamos considerarlo un éxito? Obviamente es un buen resultado, reflejo de un trabajo sostenido durante todo el año; para el niño son buenas noticias y se siente reconocido, seguro de que es capaz. (Yo tengo mis dudas, porque considero que es capaz igualmente aunque hubiese sacado peores notas, o incluso malas, pero tirar de este hilo daría para otros 4 folios…)
Sentimos que en estos resultados ha ayudado mucho la experiencia en Andolina, que evalúa a los peques por competencias y donde cada persona va a su ritmo de verdad. Un lugar donde se trabaja mucho la negociación, el conflicto, el trabajo en grupo; se pone en valor lo diferente, al otro/a. No hay tareas para casa, no se hacen exámenes y cada peque trabaja las competencias necesarias a partir de temas de su interés personal.
Para nuestra familia ese ha sido el verdadero éxito, no las estupendas notas de final de curso, sino el poder proporcionar a nuestros hijos la mayor cantidad de tiempo escolar posible de cuidado, de aprendizaje desde el interés, de disfrute, de calma, de iniciarse en lo social con un acompañamiento adulto de calidad y cercanía.
Nos queda la confianza en los/as profes motivados/as, ilusionantes, que aspiran a hacer las cosas de otra forma, que introducen cambios y actitudes diferentes, y que mi hijo reconoce que “se parecen a los de Andolina.”
Pero sobre todo, no olvidemos que ellos son muy capaces a pesar de nosotros/as y sus maestros/as.
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